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El precio de una realidad que expulsa

El desarraigo que duele: cuando el futuro queda lejos de casa

Un oyente cuenta a Radio Uno: "Cuando les cuento mi sueldo, se me ríen… ellos ganan el doble allá." Jorge lo dice con una mezcla de resignación y orgullo. Habla desde Formosa, donde decidió quedarse, resistiendo con sus hijos, mientras su hermana y parte de su familia hacen su vida a más de mil kilómetros, en Córdoba. Es el precio de una realidad que expulsa.

Muchos formoseños emigran en busca de nuevas oportunidades, mejor calidad de vida mientras sueñan con el regreso, Cuando lo que se quedan abrazan la resignación y el dolor por no tener cerca a sus seres queridos

Su hermana se fue hace años. Tenía trabajo, sí, pero de esos que "te toman a prueba y te pagan en moneditas", cuenta Jorge. Con hijos a cargo, no podía esperar más. Se fue a Córdoba y allá, apenas llegó, consiguió trabajo en el rubro del comercio. Al poco tiempo, también su hija –la sobrina de Jorge– logró insertarse laboralmente. No solo encontraron un empleo: encontraron dignidad, estabilidad y la posibilidad de proyectar.

Pero no todo se mide en números. La distancia también duele.

"El costo del pasaje es alto, así que voy una vez al año… si puedo", explica Jorge. En su voz se cuela un nudo. "La videollamada ayuda, pero no es lo mismo que un abrazo." El desarraigo es eso: una conexión que se mantiene, aunque se resienta con la ausencia del tacto, de los encuentros cotidianos, de la mesa compartida.

Años después, uno de los hijos de su hermana, que había quedado en Formosa, también decidió emigrar. "La mamá le dijo: ‘venite, vamos a ver si conseguimos algo’… y al día siguiente ya estaba trabajando también en comercio". La diferencia entre quedarse y partir parece, muchas veces, una cuestión de supervivencia.

Jorge se queda. Tiene a sus hijos acá. Tiene raíces, afectos, memoria. Pero cada historia que escucha reafirma la misma herida. "Un amigo se fue a Santa Cruz, trabaja en una minera. Allá lo tratan bien, no lo discriminan. Gana lo que gana un político acá." En su relato, los que se van no huyen, simplemente buscan ser valorados.

En silencio, Formosa ve partir a muchos de sus hijos. Algunos regresan de visita. Otros ya no. La provincia se convierte en una estación de despedidas, en un lugar que no expulsa con violencia, pero sí con indiferencia económica.

Y los que se quedan, como Jorge, resisten. Acompañan. Se aferran a lo poco que hay, con la esperanza de que algún día se pueda vivir bien sin tener que irse.

Porque el desarraigo no se mide solo en kilómetros. Se mide en abrazos que faltan, en sillas vacías, en llamadas que intentan llenar el hueco que deja la partida.